sábado, 7 de noviembre de 2015

Yákov Pásinkov

I

El asunto fue en Petersburgo, en invierno, el primer día de carnaval. Me invitó a almorzar un compañero mío del pensionado, que pasaba en su juventud por una doncella hermosa, y resultó en lo posterior un hombre del todo no tímido. Él ahora ya murió, como la mayor parte de mis compañeros. Aparte de mí, habían prometido venir al almuerzo cierto Konstantín Alexándrovich Asánov, y aún una celebridad literaria de entonces. La celebridad literaria se hizo esperar y envió, finalmente, una esquela diciendo que no estaría, y en su lugar se presentó un pequeño señor rubio platino, uno de esos eternos visitantes no llamados que abundaban en Petersburgo. 
El almuerzo se prolongó largo tiempo, el dueño no escatimaba el vino, y nuestras cabezas poco a poco se calentaron. Todo, lo que cada uno de nosotros ocultaba en su alma -¿y quién no oculta algo en el alma?-, salió al exterior. El rostro del dueño perdió de repente su expresión púdica y contenida, sus ojos brillaron con descaro, y una trivial sonrisa maliciosa retorció sus labios; el señor rubio platino se reía como con vileza, con un aullido estúpido, pero Asánov me asombraba más que todos. Ese hombre siempre se había distinguido por su sentido del decoro, y ahí empezó de pronto a pasarse la mano por la frente, a melindrear, a jactarse de sus relaciones, a recordar de modo incesante a cierto tío suyo, un hombre muy importante… Yo resueltamente no lo reconocía, él se burlaba de nosotros de modo evidente… casi no desdeñaba nuestra sociedad. El descaro de Asánov me enojaba.
-Escuche -le dije-, si nosotros somos tan ínfimos a sus ojos, ande con su tío ilustre. ¿Pero, puede ser, él no lo deja entrar a su casa? 
Asánov no me respondió nada, y continuó pasándose la mano por la frente. 
-¡Y qué clase de gente son! –decía de nuevo-. Pues no frecuentan ni una sociedad decente, no conocen ni a una mujer decente, ¡y yo tengo aquí (exclamó, sacando con presteza del bolsillo lateral una billetera, y golpeando ésta con la mano) un manojo entero de cartas de tal muchacha, como no encuentras una semejante en el mundo entero! 
El dueño y el señor rubio platino no prestaron atención a las últimas palabras de Asánov, ambos se agarraban el uno al otro por el botón, y ambos relataban algo, pero yo aguzaba el oído.
-¡Y usted pues se jactó, señor sobrino, de un personaje ilustre! -dije, moviéndome hacia Asánov-, pero cartas no tiene ninguna.
-¿Usted piensa? -replicó, echándome un vistazo desde la altura-, ¿y esto qué es? -abrió la billetera y me enseñó cerca de diez cartas, dirigidas a su nombre…“¡Una letra conocida!..” –pensé yo.
Siento que el sonrojo de la vergüenza aflora a mis mejillas… mi amor propio sufre fuertemente… ¿Quién reconoce con gusto un proceder innoble?.. Pero no hay nada que hacer: al empezar mi relato, yo sabía de antemano que me tocaría enrojecer hasta las orejas. Así, apretando el corazón, debo reconocer que…
He aquí cuál era el asunto: yo me aproveché de la embriaguez de Asánov, que lanzara las cartas con descuido sobre el mantel inundado de champagne (a mí mismo me sonaba la cabeza en orden), y recorrí con rapidez una de esas cartas…
El corazón se me encogió… ¡Ay!, yo mismo estaba enamorado de la muchacha que escribía a Asánov, y ahora ya no podía dudar de que ella lo amaba. Toda la carta, escrita en francés, respiraba ternura y fidelidad…
“Mon cher ami Constantin!”, así empezaba ésta… y terminaba con las palabras: “Sea cuidadoso como antes, y yo seré suya o de nadie”.
Aturdido, como por un trueno, unos cuantos instantes estuve sentado inmóvil, no obstante finalmente me recobré, me levanté y me arrojé afuera de la habitación…
En un cuarto de hora ya estaba en mi apartamento.
La familia de los Zlotnítskii fue una de las primeras que yo conocí, después de mi traslado a Petersburgo desde Moscú. Ésta se componía del padre, la madre, dos hijas y un hijo. El padre, un hombre ya canoso pero aún fresco, antiguo militar, ocupaba un puesto bastante importante, por la mañana se hallaba en el servicio, después de almuerzo dormía y al atardecer jugaba a las cartas en el club… En la casa estaba raramente, conversaba poco y no gustoso, echaba miradas de soslayo no ya lúgubres, no ya indiferentes, y excepto de viajes y geografía no leía nada, y cuando se indisponía coloreaba cuadritos encerrado en su gabinete, o molestaba al viejo papagayo grisáceo Pópka. Su esposa, una mujer enferma y tuberculosa, con unos ojos negros hundidos y una nariz aguzada, por días enteros no se bajaba del diván, y siempre bordaba cojines de cañamazo; ella, cuanto yo podía advertir, le temía al marido, como si alguna vez se hubiera culpado por algo ante él. La hija mayor, Varvára, una muchacha rellena, colorada y castaña, de unos dieciocho años, siempre estaba sentada junto a la ventana, y echaba vistazos a los transeúntes. El hijo se educaba en un centro público, aparecía en la casa sólo los domingos, y también no le gustaba malgastar las palabras en vano; incluso la hija menor, Sofía, precisamente esa doncella de la que me enamoré, era de índole taciturna. En la casa de los Zlotnítskii reinaba el silencio de modo constante, sólo los gritos estridentes de Pópka lo violaban, pero los visitantes pronto se habituaban a ellos, y percibían en sí de nuevo la pesadez y la opresión de ese silencio eterno. Por lo demás, los visitantes raramente asomaban donde los Zlotnítskii, era aburrido con ellos. El mismo moblaje, el empapelado rojizo con volutas amarillas de la sala, la multitud de sillas trenzadas del comedor, los cojines de estambre desteñidos, con imágenes de doncellas y perros en los divanes, las lámparas cornudas y los retratos lóbregos en las paredes, todo inspiraba una angustia involuntaria, de todo emanaba algo frío y agrio. Llegado a Petersburgo, yo consideré un deber presentarme donde los Zlotnítskii, ellos resultaban parientes de mi mátushka. Estuve sentado una hora con dificultad, y en largo tiempo no regresé, pero poco a poco empecé a ir más a menudo. Me atraía Sofía, que al principio no me gustaba y de la cual finalmente me enamoré. 
Era una muchacha de baja estatura, garbosa, casi delgada, con un rostro pálido, unos espesos cabellos negros y unos grandes ojos pardos, siempre entrecerrados. Sus rasgos severos y bruscos, en particular sus labios apretados, expresaban firmeza y fuerza de voluntad. En la casa la tenían por una muchacha con carácter… “A la hermana mayor salió, a Katerina -dijo una vez la sra. Zlotnítskaia, sentada conmigo a solas (delante del marido no se atrevía a recordar sobre esa Katerina). Usted no la conoce, está en el Cáucaso, casada. A los trece años, imagínese, se enamoró de su marido actual, y entonces mismo nos anunció, que no se casaría con otro. Y lo que no hacíamos, ¡no ayudaba nada! Hasta los veintitrés años esperó, enojó al padre y se casó así con su ídolo. ¡Es largo acaso hasta el pecado con Sóniechka! ¡El Señor la guarde de tal terquedad! Y temo yo por ella, pues sólo cumplió dieciséis años, y ya no la quiebras…” 
Entró el sr. Zlotnítskii, su mujer al momento se calló. 
Propiamente, yo me encariñé con Sofía no por su fuerza de voluntad, no, pero en ella, con toda su sequedad, con su carencia de viveza e imaginación, había una suerte de encanto, el encanto del alma directa, de la sinceridad honrada y la pureza espiritual. Yo tanto la estimaba, cuanto la amaba… Me parecía que ella también me era benévola, desencantarme de su apego, convencerme de su amor a otro me fue muy doloroso.  
El inesperado descubrimiento hecho por mí tanto más me asombró, por que el sr. Asánov visitaba la casa de los Zlotnítskii no a menudo, bastante menos que yo, y no manifestaba ninguna preferencia peculiar por Sóniechka. Era un trigueño bonito, con unos rasgos del rostro expresivos, aunque un tanto pesados, con unos brillantes ojos saltones, una frente grande blanca y unos labios rollizos, rojizos bajo el bigote fino. Se conducía de modo muy modesto, pero severo, hablaba y juzgaba con seguridad en sí, callaba con dignidad. Se veía que pensaba mucho de sí. Asánov se reía raramente, y eso entre dientes, y nunca bailaba. Era de complexión bastante desmañada. Alguna vez había servido en el regimiento X.., y pasado por un oficial práctico. 
“¡Extraño asunto! –meditaba, acostado en el diván-, ¿cómo pues eso yo no advertí nada?..” “Sea cuidadoso como antes”, esas palabras de la carta de Sofía, de pronto me vinieron a la memoria. “¡Ah –pensé-, mira qué! ¡Ves, una muchacha pícara! Y yo la consideraba franca y sincera… Bueno, así esperen pues, yo les mostraré…” 
Pero ahí, cuanto recuerdo, rompí a llorar con amargura y hasta la mañana no pude dormirme. 
Al otro día, hacia las dos, me dirigí a donde los Zlotnítskii. El viejo no estaba en casa, y su mujer no estaba sentada en su lugar habitual: a ella, después de las hojuelas, le había dolido la cabeza, y fue a acostarse en su dormitorio. Varvára estaba parada, recostado el hombro en la ventana, y miraba a la calle; Sofía iba atrás y adelante por la habitación, cruzando las manos sobre el pecho, Pópka gritaba.
-¡Ah, saludos! –profirió Varvára con pereza, tan pronto yo entré a la habitación, y al momento agregó a media voz-. Y ahí va un mujík con un canasto en la cabeza… (Tenía la costumbre de pronunciar raramente, y como para sí misma, observaciones sobre los transeúntes.) 
-Saludos -respondí- saludos, Sofía Nikoláievna. ¿Y dónde está Tatiana Vasílievna? 
-Se fue a descansar -replicó Sofía, siguiendo andando por la habitación.
-Nosotros tuvimos hojuelas -advirtió Varvára sin voltearse-. ¿Qué usted no vino?.. ¿A dónde va ese escribano?
-Y no tuve tiempo. (“¡En guar-dia!” -gritó el papagayo con brusquedad.) ¡Cómo grita hoy vuestro Pópka!
-Él siempre grita así –refirió Sofía.
Nosotros todos callamos.
-Entró por los portones –profirió Varvára, y de pronto se paró en el alféizar y abrió la ventanilla.
-¿Qué tú? -preguntó Sofía.
-Un mendigo -respondió Varvára, se inclinó, sacó de la ventana un quinto cobrizo, sobre el cual aún se elevaba, en un montículo grisáceo, la ceniza de una varilla de incienso, arrojó el quinto a la calle, azotó la ventanilla y saltó al suelo con pesadez…
-Y yo ayer pasé un tiempo muy agradable -empecé, sentándome en la butaca-, almorcé donde un amigo, allí estaba Konstantín Alexándrich… (Eché una mirada a Sofía, incluso una ceja no se le arrugó.) Y es necesario reconocer –continué-, nosotros farreamos así, entre cuatro unas ocho botellas nos bebimos.
-¡Mira cómo! –pronunció Sofía con serenidad y meció la cabeza.
-Sí –continué, levemente irritado con su indiferencia-, ¿sabe acaso qué, Sofía Nikoláievna?, pues justo, no en vano dice el refrán, que la verdad está en el vino.
-¿Y qué?
-Konstantín Alexándrich nos hizo reír. Imagínese, de pronto se puso a pasarse la mano así por la frente, y a decir: “¡Qué bravo soy, mi tío es una persona ilustre!..”
-¡Ja, ja! -resonó la breve, fragmentada risa de Varvára…- “¡Pópka, Pópka, Pópka!” -le tamborileó el papagayo en respuesta.
Sofía se detuvo delante de mí y me echó una mirada al rostro.
-¿Y usted qué dijo –preguntó-, no recuerda?
Yo me sonrojé de modo involuntario.
-¡No recuerdo!, debe ser, yo también estaba bien. Realmente –agregué con una pausa significativa-, beber vino es peligroso; precisamente, parloteas y dices eso, que nadie debería saber. Vas a arrepentirte luego,  pero ya es tarde.
-¿Y usted acaso parloteó? -preguntó Sofía.
-Yo no hablo de mí.
Sofía se volteó y se puso a andar por la habitación de nuevo. Yo la miraba y rabiaba en mi interior. “Pues ves -pensaba-, una criatura, una niña, ¡y cómo se domina! Simplemente de piedra. Y espera pues…”
-Sofía Nikoláievna –proferí alto.
Sofía se detuvo.
-¿Qué quiere?
-¿No tocaría acaso algo en el fortepiano? A propósito, necesito decirle algo -agregué bajando la voz.
Sofía, no diciendo una palabra, fue al salón, yo me dirigí detrás de ella. Se detuvo junto al piano.
-¿Qué pues tocarle? -preguntó.
-Lo que quiera… Un nocturno de Chopin.
Sofía empezó el nocturno. Tocaba bastante mal, pero con sentimiento. Su hermana tocaba sólo polkas y valses, y eso raramente. Se acercaba, sucedía, al piano con su andar perezoso, se sentaba, se soltaba el albornoz de los hombros a los codos (yo no la veía sin albornoz), tocaba una polka de modo ruidoso, no la terminaba, empezaba otra, después de pronto suspiraba, se levantaba y se dirigía de nuevo a la ventana. ¡Una extraña criatura era esa Varvára!
Yo me senté junto a Sofía.
-Sofía Nikoláievna -empecé, echándole miradas con fijeza, de costado-, yo debo comunicarle una novedad desagradable para mí.
-¿Una novedad?, ¿cuál?
-Y pues ésta… Yo hasta ahora me equivocaba con usted, totalmente me equivocaba.
-¿De cuál manera eso? -replicó, siguiendo tocando y dirigiendo los ojos a sus dedos.
-Yo pensaba que usted era franca, pensaba que no sabía picardear, ocultar sus sentimientos, maliciar…
Sofía acercó su rostro a las notas.
-Yo no lo entiendo.
-Y lo principal –continué-, yo no podía imaginar de ningún modo que usted, a sus años, ya supiera interpretar un papel de modo tan magistral…
Las manos de Sofía temblaron levemente sobre las teclas.
-¿Qué cosa dice? –profirió, aún no mirándome-, ¿yo interpreto un papel?
-Sí, usted. (Ella sonrió con malicia… Me agarró una furia…) Usted se finge indiferente a un hombre y… y le escribe cartas –agregué en susurro.
Las mejillas de Sofía palidecieron, pero no se volteó hacia mí, tocó el nocturno hasta el final, se levantó y cerró la tapa del piano.
-¿A dónde va pues? -le pregunté no sin turbación-. ¿Usted no me responde?
-¿Qué le puedo responder? Yo no sé de qué usted habla… Y fingir yo no sé.
Empezó a colocar las notas… La sangre se me subió a la cabeza.
-No, usted sabe de qué yo hablo –referí, asimismo levantándome-, y quiere acaso, yo ahora le recordaré algunas expresiones suyas en una carta: “Sea cuidadoso como antes…”
Sofía se estremeció levemente.
-Yo no esperaba eso de usted de ningún modo –profirió finalmente.
-Y yo no esperaba de ningún modo –respaldé-, que usted, usted, Sofía Nikoláievna, dignara con su atención a un hombre que…
Sofía se volteó hacia mí con rapidez, yo retrocedí de ella de modo involuntario: sus ojos, siempre entrecerrados, se ampliaron hasta tanto que parecían enormes, y centellearon con cólera debajo de las cejas.
-¡Ah!, si es así -profirió-, sepa pues que yo amo a ese hombre, y que me da totalmente lo mismo, cuál opinión tenga usted de él y de mi amor a él. ¿Y de qué sacó?.. ¿Cuál derecho tiene a decir eso? Y si yo me decidí a que…
Ella calló y salió del salón con presteza.
Yo me quedé. De pronto sentí tal embarazo y vergüenza, que me cubrí el rostro con las manos. Entendí todo el indecoro, toda la bajeza de mi conducta y, sofocado de vergüenza y contrición, estaba parado como denigrado. “¡Dios mío! -pensaba-, ¿qué hice?”
-Antón Nikítich -se oyó la voz de la doncella en el vestíbulo-, sírvase pronto un vaso de agua para Sofía Nikoláievna.
-¿Y qué? -respondió el camarero.
-Parece, llora…
Yo me estremecí y fui a la sala por mi sombrero.
-¿De qué platicaba con Sóniechka? -me preguntó Varvára con indiferencia y, habiendo callado un poco, agregó a media voz-: De nuevo va ese escribano.
Yo empecé a reverenciar.
-¿A dónde va pues? Espere, mámienka saldrá ahora.
-No, ya no puedo –proferí-, yo ya mejor la otra vez.
En ese instante para horror mío, precisamente para horror, Sofía entró a la sala con pasos firmes. Su rostro estaba más pálido que de costumbre, y sus párpados un poco rojizos. A mí ni me miró.
-Mira, Sonia –refirió Varvára-, cierto escribano anda alrededor de nuestra casa.
-Algún espía... -advirtió Sofía con frialdad y desprecio.
¡Eso ya era demasiado! Yo me fui y, en verdad, no recuerdo cómo arrastré los pies a casa.
Me era muy penoso, tan penoso y amargo que es imposible describirlo. ¡En sólo un día dos golpes tan crueles! Me había enterado de que Sofía amaba a otro, y había perdido su estimación para siempre. Me sentía hasta tanto destrozado y avergonzado, que incluso no podía indignarme conmigo. Acostado en el diván y con el rostro vuelto hacia la pared, con cierta deleitación ardiente me entregaba a los primeros accesos de una angustia desolada, cuando de pronto oí unos pasos en la habitación. Levanté la cabeza y vi a uno de mis amigos más cercanos, Yákov Pásinkov.
Yo estaba dispuesto a enojarme con cada persona, que entrara a mi habitación ese día, pero enojarme con Pásinkov no hubiera podido nunca; al contrario, a pesar de la pena que me devoraba, me alegré en lo interior de su llegada y le asentí con la cabeza. Él, como de costumbre, se paseó unas dos veces por la habitación, graznando y estirando sus miembros largos, estuvo parado callado delante de mí, y se sentó callado en una esquina.
Continuará...
Título original: Yákov Pásinkov, publicado por primera vez en la revista Otechestvennie zapiski, 1855, con la firma: "Iv. Turguéniev".
Imagen: Vasily Surikov, Monument to Peter the Great on Senate Squar in St. Petersburg, 1870.